El hallazgo de 45 trabajadores esclavizados en un campo de frutillas de Arroyo Leyes expuso con crudeza una realidad que parecía ajena al siglo XXI: la vigencia de la servidumbre laboral en la producción santafesina. El caso, que terminó con un joven de 25 años detenido e imputado por trata de personas, no solo conmueve por sus condiciones extremas, sino por lo que revela sobre las sombras de la economía rural provincial.
Según la fiscalía federal, las víctimas —entre ellas dos menores— trabajaban hasta 15 horas diarias, dormían en camas hechas con cajones y no tenían agua potable ni sanitarios. La denuncia surgió de uno de los propios obreros, chaqueño, que decidió romper el silencio tras meses de maltrato y pagos irrisorios. El resto fue constatado por los fiscales Walter Rodríguez y Milagros Traverso: condiciones inhumanas, explotación sistemática y un circuito económico cerrado con la venta de la fruta en el Mercado Central de Santa Fe.
Un sistema que no mira
La magnitud del caso —45 personas reducidas a servidumbre durante cuatro meses— obliga a interpelar más allá del responsable directo. El campo no operaba en aislamiento: alguien compraba, transportaba y comercializaba la producción. Esa cadena no puede fingir desconocimiento.
La vulnerabilidad de las víctimas —sin experiencia laboral ni estudios básicos, trasladadas desde otras provincias bajo promesas falsas— es parte de un patrón que se repite cada temporada en zonas agrícolas. La falta de controles efectivos, la tercerización de la cosecha y la indiferencia de los compradores crean el terreno fértil para que la explotación se vuelva rentable.
El silencio como cómplice
Lo que más sorprende no es solo la brutalidad del esquema, sino el silencio institucional que lo precedió. Ninguna denuncia previa, ningún operativo laboral, ningún rumor visible. La servidumbre moderna prospera cuando la mirada colectiva se aparta. En este caso, las evidencias incluyen recibos a nombre del imputado, pagos de pasajes digitales y armas encontradas en el predio. Todo operaba a la vista, sin que nadie —ni Estado, ni vecinos, ni compradores— lo advirtiera.
El fiscal Rodríguez lo sintetizó con una frase dura: “Desde la perspectiva de la dignidad humana, la conducta del imputado afectó múltiples derechos.” Pero el problema excede a un individuo: habla de un sistema que aún tolera la precariedad como forma de trabajo.
Una deuda colectiva
Mientras el imputado enfrenta 150 días de prisión preventiva y la causa avanza, queda una pregunta pendiente: ¿cuántas historias similares quedan sin denunciar en el interior santafesino?
El caso de Arroyo Leyes debería marcar un punto de inflexión. No solo por la gravedad penal, sino porque pone en cuestión la base moral de la producción primaria. Santa Fe, una de las provincias más productivas del país, no puede seguir sosteniendo circuitos de riqueza que descansan en la pobreza extrema de otros.
La frutilla es apenas un símbolo. Detrás de su color brillante, esta vez se descubrió el lado oscuro de una provincia que todavía debe garantizar que el trabajo —cualquier trabajo— sea sinónimo de dignidad.