Santa Fe enfrenta una paradoja difícil de sostener en la conversación pública. Las cifras oficiales muestran la mayor caída de homicidios de la última década, pero la vida cotidiana —sobre todo en Rosario— volvió a quedar marcada por balaceras, arsenales secuestrados y episodios que reinstalaron el miedo en barrios donde la estadística nunca alcanza para explicar la realidad.
La tendencia es clara: los asesinatos se redujeron de manera sostenida desde 2023 y la provincia registra hoy tasas que no se veían desde hace diez años. El descenso se apoya en menos crímenes ligados a economías ilegales y en la desarticulación de estructuras que alimentaban los conflictos más letales. Sin embargo, esa mejora numérica abrió un nuevo frente: el avance de formas de violencia más dispersas, más imprevisibles y, a veces, igual de intimidantes.
La última semana en Rosario mostró esa tensión sin necesidad de interpretaciones. Una serie de allanamientos simultáneos en zonas del norte derivó en ocho detenidos y en el secuestro de fusiles, pistolas y municiones de alto calibre. El operativo buscó cortar parte de la estructura que sostiene extorsiones y ataques en un corredor donde las organizaciones criminales mantienen presencia residual.
Apenas horas después, otro episodio reordenó el clima: cuatro jóvenes fueron atacados a tiros y uno de los heridos fue Dylan Cantero, hijo de un histórico líder narco. El apellido, que simboliza una década marcada por violencia y disputa territorial, volvió a imponerse en tribunales, en comisarías y en los chats de vecinos que siguieron el caso minuto a minuto.
En paralelo, la ciudad sumó varios homicidios en distintos barrios, entre ellos zonas donde los indicadores habían mejorado con fuerza. Para muchas familias, la sensación es contradictoria: menos muertes en el registro oficial, pero más episodios que interrumpen rutinas, vacían calles y devuelven la idea de una amenaza que nunca termina de irse.
Hubo también hechos que golpearon instituciones educativas. En el oeste rosarino, una escuela secundaria suspendió clases luego de que su fachada apareciera con impactos de bala y una amenaza. No hubo heridos, pero la imagen sintetizó un fenómeno que inquieta a toda la provincia: la violencia que no busca matar, pero sí disciplinar.
Este escenario obliga a repensar la conversación sobre seguridad. La provincia puede exhibir un logro contundente —la reducción marcada de homicidios—, pero la ciudadanía evalúa su día a día con otros parámetros: el ruido de la noche, los mensajes extorsivos, los negocios amedrentados y la persistencia de estructuras que mutan sin necesidad de llegar al crimen fatal.
La pregunta que se abre es si el Estado está preparado para una etapa donde la violencia no se define solo por la cantidad de víctimas, sino por la capacidad de grupos mínimos de condicionar territorios enteros. Santa Fe se acerca al cierre del año con un doble retrato: estadísticas que mejoran y barrios que siguen midiendo la seguridad en función del plomo. Lo que se decida en los próximos meses dirá si la provincia puede sostener la baja de homicidios sin aceptar como normal una violencia que ya cambió de formato.


