Faltaban minutos para las dos de la tarde cuando la violencia volvió a irrumpir en el oeste rosarino. En la esquina de Agustín Magaldi y Pasaje Gallegos, un automóvil con varios ocupantes pasó a toda velocidad y disparó contra una vivienda. Al menos una de las balas impactó en el pecho de un hombre. Murió poco después en el Hospital de Emergencias Clemente Álvarez.
Los primeros reportes indican que el ataque no fue un forcejeo ni un enfrentamiento, sino una ejecución planificada. La mecánica —tiros desde un vehículo en movimiento— se repite con inquietante familiaridad en la crónica urbana de Rosario.
En la escena se hallaron vainas servidas y múltiples impactos de bala en la fachada de la casa atacada. No trascendió la identidad de la víctima ni si tenía vínculos previos con hechos delictivos. Tampoco se conocieron, hasta el cierre de esta nota, detenciones relacionadas con el hecho.
La hora del crimen —a plena luz del día, en una zona transitada— vuelve a poner en cuestión la capacidad disuasiva del despliegue de fuerzas en los barrios más vulnerables. Aun en jornadas de relativa calma, Rosario no logra salir del espiral de violencia que la atraviesa desde hace años.
En lo que va del año, los homicidios intencionales en la ciudad registran una leve baja respecto al 2023, pero los ataques armados siguen marcando el ritmo de la vida cotidiana. Balaceras, amenazas y asesinatos conviven con rutinas escolares, transporte público y comercios abiertos. Es en ese contraste donde la gravedad del fenómeno se vuelve más evidente.
Cada nuevo crimen no es solo una estadística. Es una señal de que la impunidad todavía circula más rápido que la respuesta estatal.
