Cuando Alejandra Monteoliva entra en una sala, no anuncia su presencia: la establece. Se mueve con la cautela de quien entiende que en seguridad cada ruido distrae y cada palabra pesa más de lo que parece. No busca cámaras ni micrófonos; tampoco los esquiva. Simplemente opera en otra frecuencia, una donde el protagonismo no cambia nada y la precisión lo cambia todo.
Su modo de trabajar es una declaración implícita. Observa antes de hablar, subraya antes de opinar, escucha como si cada frase pudiera ser una pista. No improvisa. No acelera. No compite por volumen. Hay funcionarias que organizan la agenda; ella organiza el pulso.
Quienes la conocen saben que su formación no nació en un escritorio, sino en ciudades donde el miedo convivía con la vida cotidiana. De ahí viene su hábito de mirar los mapas como si fueran relatos y no gráficos: busca patrones, fracturas, repeticiones. Sabe que la violencia nunca aparece de golpe; se insinúa primero en los bordes.
Ese entrenamiento le dio una cualidad poco común en la política local: la capacidad de trabajar en capas. Una para lo urgente, otra para lo estructural, otra más para lo que todavía no se ve. Es un método que descoloca en un país acostumbrado a la reacción permanente. Mientras otros anuncian operativos, ella afina procedimientos. Mientras otros buscan explicaciones, ella persigue conexiones.
Su relación con el poder no pasa por la mística ni por la exposición. Habla poco en las reuniones, pero lo hace en el momento en que la conversación necesita un punto firme. No seduce con grandilocuencia ni con épica. Su influencia es más simple y por eso más profunda: cuando interviene, ordena.
La llegada al escenario nacional la encuentra en un ecosistema donde la ansiedad es regla y la escena pesa más que la evidencia. Es un terreno resbaladizo, pero es también el tipo de contexto donde su estilo se vuelve más visible. Ella trabaja sobre la lógica interna de los problemas, no sobre su narrativa pública. En Santa Fe, donde la violencia exige diagnósticos incómodos, ese enfoque puede ser una rareza o una ventaja.
Monteoliva no promete milagros ni vende certezas. Su aporte está en otra parte: en el modo en que reconstruye un archivo, reescribe un protocolo o corrige un mapa. Es una funcionaria que no necesita levantar la voz porque su trabajo no depende de que la escuchen, sino de que las cosas funcionen.
Al final del día, mientras otros cierran carpetas y apuran definiciones, ella suele quedarse un momento más revisando una cifra o ajustando un criterio. Ahí aparece su verdadero rasgo distintivo: no la mueve la urgencia de acertar, sino la obstinación de no equivocarse. En un país donde los discursos suelen llenar espacios vacíos, Monteoliva ocupa el suyo con algo mucho más inusual: disciplina.


