“Bandita de coimeros”: el dardo de Avelluto y el caso ANDIS que pone bajo presión al oficialismo

El exsecretario de Cultura de la Nación durante la presidencia de Mauricio Macri, Pablo Avelluto, lanzó una crítica inusual por su procedencia y su filo: apuntó contra el relato de “batalla cultural” del gobierno de Javier Milei y lo redujo a una fachada que, según dijo, encubre una trama de coimas. Lo hizo en entrevistas difundidas en las últimas horas, donde habló de “una bandita de coimeros” en el entorno presidencial. La frase no cayó en el vacío: llegó en medio del expediente judicial que investiga supuestos sobornos en la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS), detonados por audios atribuidos a Diego Spagnuolo, exdirector del organismo y abogado cercano al presidente, que describen un sistema de retornos en compras de medicamentos.

El contexto fáctico ayuda a dimensionar el alcance político del ataque. En los últimos días, la Justicia federal dispuso allanamientos en dependencias del Estado y domicilios privados vinculados a la causa; además, impuso restricciones para salir del país a varios investigados. De acuerdo con resoluciones judiciales y reportes de prensa, el caso se concentra en la hipótesis de un esquema de recaudación con participación de intermediarios y eventuales beneficios para funcionarios del círculo cercano de la Casa Rosada. El Gobierno, por su parte, removió a Spagnuolo, negó implicancias directas del Presidente y sostuvo que la Justicia debe avanzar hasta despejar responsabilidades.

Lo singular del pronunciamiento de Avelluto no es el contenido —la acusación de corrupción— sino el origen: proviene de un exfuncionario del PRO con alto perfil público que, hasta hace poco, milita la necesidad de una alternativa liberal-republicana al oficialismo. Convertida en titular de impacto, la etiqueta “bandita de coimeros” obliga a la coalición gobernante a responder por decencia, no solo por doctrina: si el corazón del discurso libertario es la guerra contra “la casta”, una denuncia de negocios opacos en la administración de políticas de discapacidad golpea en la línea de flotación de la ética pública.

En el plano judicial, el expediente se mueve con velocidad inusual para un caso complejo. De acuerdo con fuentes tribunalicias y recortes oficiales, el juez Sebastián Casanello ordenó múltiples allanamientos y secuestros de documentación y dispositivos; el fiscal Franco Picardi impulsa medidas de prueba sobre contrataciones y tránsitos de dinero. La denuncia penal, presentada por el abogado Gregorio Dalbón, incorpora los audios difundidos donde se describe, con porcentajes concretos, el presunto reparto de retornos. Esas grabaciones, que catalizaron el caso, hoy se someten a pericias técnicas para certificar autenticidad, integridad y contexto.

Hay una dimensión política que excede el expediente. La figura de Karina Milei, hermana del Presidente y secretaria general de la Presidencia, aparece mencionada en los audios y en presentaciones judiciales como beneficiaria hipotética de los retornos. El oficialismo rechaza esa lectura; sin embargo, la sola hipótesis tensiona la arquitectura interna del poder libertario, donde Karina opera como eje organizador. También se mencionan funcionarios de confianza —como Eduardo “Lule” Menem— y empresas del rubro farmacéutico. Que un exministro de Cultura del macrismo ponga esas piezas en la misma oración que “bandita de coimeros” no es una crítica más: es un quiebre simbólico entre sectores de la centroderecha que acompañaron, por convicción o por conveniencia, la agenda del Gobierno.

En comunicación política, el caso reordena marcos. Por meses, el oficialismo administró la conversación pública con hipérboles culturales —“casta”, “motosierra”, “batalla de ideas”— que simplifican la lectura del conflicto. La irrupción de un escándalo por compras de medicamentos fuerza a cambiar el campo de juego: ya no se discute el tamaño del Estado sino la integridad en la gestión de un área especialmente sensible. La imagen de marca del Gobierno —eficiencia, austeridad, superioridad técnica— queda condicionada a un atributo que no admite grises: probidad.

Queda, sin embargo, un terreno donde conviene no apurar conclusiones. Ni el contenido de los audios ni las alusiones a funcionarios constituyen por sí mismos prueba plena; el valor judicial dependerá de pericias, cruces de comunicaciones, rutas de dinero y contratos. En ese marco, la crítica de Avelluto tiene un efecto político más rápido que el procesal: da legitimidad a una lectura interna de la coalición opositora que viene cuestionando los estilos y alianzas del oficialismo, y enciende la discusión sobre quién conduce el campo “no kirchnerista” si el Gobierno pierde el monopolio del orden.

En el ecosistema informativo, el caso ya desplazó agendas y elevó el costo de los silencios. La oposición institucional reclama una explicación pública y, eventualmente, una rendición de cuentas en el Congreso si las medidas de prueba confirman la existencia de retornos. Para el oficialismo, la doble exigencia es clara: colaborar con la Justicia —entrega de documentación, apertura de sistemas, acceso a expedientes de contratación— y preservar procesos y servicios de discapacidad sin degradarlos en nombre del ajuste. En campañas y gobiernos, la vara no es el eslogan: son los hechos verificables.

Así, la frase “bandita de coimeros” se vuelve más que un exabrupto de un exministro: condensa una acusación con nombre y apellido en el preciso punto donde el Gobierno buscó construir diferencia moral. Si la batalla cultural se definía en el terreno de las ideas, el partido decisivo —para el poder y para la sociedad— se jugará en el terreno más prosaico de la transparencia: expedientes, peritajes, contratos, firmas.

 

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