El Hospital Garrahan, referente histórico de la salud pediátrica pública, volvió a convertirse en escenario de conflicto. Su interventor, Mariano Pirozzo, inició procesos disciplinarios contra varios trabajadores —entre ellos la secretaria general de la Asociación de Profesionales y Técnicos, Norma Lezana— bajo cargos de “coacción y resistencia a la autoridad”. La medida desató una ola de rechazo y la convocatoria a un cabildo abierto dentro del propio hospital.
Detrás del expediente administrativo late una disputa más profunda. Desde hace meses, los equipos del Garrahan reclaman aumentos salariales y condiciones dignas de trabajo. Lograron un 61 % de mejora tras protestas sostenidas, pero la dirección interpretó esa presión como “amedrentamiento”. La decisión de sancionar a quienes lideraron la negociación fue leída por los gremios como un intento de disciplinamiento político y un precedente para futuras reformas laborales.
El hospital depende de un esquema de cogestión entre Nación y Ciudad de Buenos Aires, lo que vuelve la intervención un gesto político de alcance nacional. En el entorno del ministro Mario Lugones se defiende la medida como una cuestión de “orden institucional”. Para los sindicatos, en cambio, se trata de un caso testigo de persecución: “No se castiga la violencia, se castiga la voz”, expresó un delegado de ATE Salud.
El conflicto del Garrahan reabre una discusión que atraviesa a todo el sistema sanitario: cómo equilibrar el control estatal con la autonomía profesional en hospitales públicos. En tiempos de ajuste, los episodios de tensión se multiplican y cada decisión local adquiere valor simbólico. En este caso, el símbolo es potente: un hospital modelo que, en lugar de curar heridas, se volvió el espejo del malestar que recorre la gestión pública.


