Cada vez que una tormenta intensa cae sobre el centro de la provincia, el guion se repite con precisión incómoda. Caminos de ripio intransitables, accesos comunales cortados, ambulancias que dudan, colectivos que no entran, turnos que se pierden. El barro aparece como excusa climática, pero funciona en realidad como un revelador político: muestra, sin discurso, cómo se rompe la cadena de responsabilidades cuando el asfalto termina.
Lo que entra en crisis no es solo una traza vial. Es un sistema. En las primeras 24 a 48 horas posteriores a una lluvia fuerte, la decisión de cortar o habilitar un acceso suele quedar en un limbo operativo. La comuna evalúa, la provincia mira de reojo, Nación queda lejos. Nadie asume del todo. El resultado es una sucesión de decisiones defensivas, muchas veces sin criterios públicos claros, que buscan evitar accidentes pero terminan aislando comunidades enteras.
El impacto va mucho más allá del tránsito. Un acceso cerrado redefine la vida cotidiana de un pueblo: turnos médicos suspendidos, derivaciones que se demoran, transporte escolar interrumpido, trabajadores que no llegan, producción que no sale. Son costos invisibles, difíciles de medir y casi imposibles de auditar, pero que se acumulan tormenta tras tormenta. No figuran en balances ni en partes oficiales, pero ordenan —o desordenan— la vida real.
En ese esquema, la información juega un papel clave. La mayoría de los vecinos se entera del estado de los caminos por mensajes reenviados, audios de WhatsApp o publicaciones aisladas en redes. No hay un sistema integrado, actualizado y confiable que permita anticipar decisiones. La falta de datos consolidados no es un detalle técnico: es una forma de desigualdad. Quien conoce el territorio improvisa; quien no, arriesga.
La discusión suele quedar atrapada en una falsa dicotomía entre seguridad y circulación. Cortar “por las dudas” parece siempre la opción más fácil. Pero sin protocolos regionales, sin criterios homogéneos y sin comunicación clara, la precaución se transforma en parálisis. Y la parálisis, en abandono percibido. No es casual que cada lluvia reavive el mismo enojo: la sensación de que, fuera del asfalto, todo queda librado a la suerte.
El fondo del problema está en esa última milla que nunca entra del todo en la agenda grande. Pequeñas obras de mantenimiento, drenaje y planificación podrían evitar muchos de estos escenarios. Pero requieren algo más complejo que maquinaria: coordinación, reglas claras y voluntad de asumir costos políticos antes de que el barro los imponga. Porque mientras se siga leyendo la lluvia como un imprevisto y no como una constante, el barro va a seguir siendo mucho más que barro: va a seguir siendo una forma concreta de hacer —o no hacer— política.


