Durante años, los problemas de la política se explicaron en clave de voluntad, intereses o correlación de fuerzas. Hoy ese marco resulta insuficiente. Lo que empieza a emerger con nitidez es otro límite, menos discutido y más incómodo: la ignorancia. No como falta de información, sino como incapacidad para comprender el contexto en el que se gobierna.
La política sigue produciendo actos, discursos y decisiones, pero cada vez entiende menos qué efectos generan. Habla sin medir consecuencias, decide sin anticipar reacciones y comunica sin registrar cómo circula el sentido. El resultado no es conflicto ni adhesión: es irrelevancia. Las palabras pasan, los anuncios se consumen y nada se reordena.
Este fenómeno no responde a una crisis coyuntural. Tampoco a una estrategia deliberada de bajo perfil. Es una degradación más profunda: la pérdida de herramientas para pensar políticamente. La gestión se volvió técnica, el discurso se volvió literal y la lectura de la realidad quedó reducida a indicadores que no explican lo que la gente vive.
La ignorancia política se manifiesta, sobre todo, en el lenguaje. Los discursos ya no interpretan: describen. No ordenan: informan. No abren horizontes: cierran temas. La política dejó de trabajar con capas de sentido y se refugió en frases planas, previsibles, intercambiables. Cuando el lenguaje se empobrece, también lo hace la capacidad de gobernar.
En Santa Fe, este límite se vuelve visible en múltiples planos. Las decisiones no generan reacción porque no tocan ningún nervio real. Las polémicas duran horas, no días. Los conflictos no escalan porque no están bien formulados. La política habla, pero no produce efecto. Y cuando el poder deja de producir consecuencias, empieza a vaciarse.
La ignorancia no se expresa como torpeza, sino como rutina. Se repiten fórmulas porque no hay pensamiento detrás que las desafíe. Se imitan gestos porque no hay lectura propia que los reemplace. Se administra el presente sin comprender el momento histórico que se atraviesa. Gobernar se vuelve un ejercicio de mantenimiento, no de conducción.
Este déficit no se corrige con mejores equipos de comunicación ni con ajustes tácticos. Es anterior. Tiene que ver con la formación, con la experiencia política real y con la capacidad de entender que el poder no es solo gestión de recursos, sino producción de sentido. Sin esa comprensión, cualquier estrategia fracasa antes de empezar.
La consecuencia más preocupante de esta ignorancia no es el error, sino la ceguera. Una política que no sabe leer la realidad tampoco puede anticipar crisis ni construir salidas. Reacciona tarde, explica mal y decide sin brújula. El problema deja de ser ideológico o partidario: se vuelve estructural.
Santa Fe no atraviesa solo un desgaste de confianza o un clima social adverso. Atraviesa una etapa en la que quienes gobiernan y quienes aspiran a gobernar muestran dificultades para entender el tiempo que les toca. Sin inteligencia política, el poder se vuelve frágil aunque conserve formalmente sus atributos.
La pregunta que queda abierta no es si la política recuperará apoyo o legitimidad. Es si recuperará capacidad. Porque sin lectura, sin lenguaje y sin comprensión del contexto, el poder puede seguir funcionando, pero ya no sabe para qué. Y cuando eso ocurre, el límite no lo pone la sociedad: lo pone la realidad.


