El robo en la capilla Itatí, en el noroeste de Recreo, no solo dejó un edificio desordenado y ventiladores faltantes. Dejó al descubierto una sensación más profunda y extendida: la inseguridad cotidiana se volvió parte del paisaje provincial, y ya ni los espacios comunitarios se salvan de esa lógica del despojo.
Los encargados encontraron la ventana forzada, la heladera abierta, todo revuelto. Un hecho menor en el registro penal, pero simbólicamente enorme: el delito alcanzó a un lugar que no tiene nada para ofrecer salvo ayuda. Allí funcionan talleres para mujeres, apoyo escolar para chicos y actividades solidarias de los Scouts San Miguel Arcángel. El robo no fue solo material: fue una agresión al corazón social de un barrio.
La escena se repite en distintos puntos de la provincia. Los robos a escuelas, clubes, parroquias o centros comunitarios se multiplican en silencio, muchas veces sin denuncia formal. En todos los casos, la sensación es la misma: una respuesta policial reactiva, sin prevención real y con escaso patrullaje en zonas periféricas. Recreo, que creció rápido y sin una estructura de seguridad acorde, es ejemplo claro de ese desequilibrio entre expansión urbana y control territorial.
Los vecinos ya no discuten si hay inseguridad, sino cuánto les va a tocar. Esa naturalización del miedo —de cerrar con doble candado, de dormir atentos a los ruidos, de revisar rejas y ventanas— es el verdadero fracaso de la gestión de la seguridad cotidiana. No se trata solo de estadísticas: es el deterioro de la confianza en el Estado.
La capilla Itatí amaneció con paredes revueltas, pero el golpe más fuerte fue moral. Porque cuando el delito llega a los lugares que sostienen el tejido comunitario, lo que se roba no son ventiladores: se roba la idea misma de refugio.