El ataque a una nena de ocho años en barrio Los Hornos reactivó un debate que la ciudad arrastra desde hace más de una década: qué significa, en la práctica, tener un perro en contextos urbanos cada vez más densos y con niveles de control variables. Los episodios graves son poco frecuentes, pero los especialistas coinciden en que la estabilidad estadística no refleja la fragilidad del sistema de prevención.
En Santa Fe, las mordeduras atendidas en hospitales públicos se mantienen en un rango relativamente estable desde 2018, pero la investigación realizada para esta nota muestra un patrón más complejo. La mayor parte de los casos involucra perros conocidos por las víctimas, dentro de viviendas o patios compartidos, y no ataques en la vía pública. Esa diferencia modifica el centro del problema: la mayoría de los incidentes no se explica por la raza, sino por condiciones de convivencia, descuido y ausencia de medidas mínimas de manejo.
Según datos recopilados de los servicios de guardia del Iturraspe y del Hospital de Niños, en 2025 ya se registraron 170 ingresos de menores por mordeduras. La cifra coincide con años anteriores, pero el análisis de las historias clínicas muestra que cuatro de cada diez casos ocurren en entornos donde la supervisión adulta fue insuficiente o nula. Los profesionales consultados apuntan, además, a un crecimiento silencioso: perros de porte fuerte en viviendas cada vez más pequeñas, adquiridos sin asesoramiento y sin formación básica para su manejo.
La investigación también identifica un segundo elemento: la falta de controles municipales sostenidos. Entre 2020 y 2024 se implementaron operativos intermitentes para fiscalizar circulación sin correa, pero ninguno logró continuidad ni cobertura barrial homogénea. La consecuencia es un territorio donde la responsabilidad queda librada casi por completo a la voluntad de cada dueño, sin incentivos ni sanciones previsibles.
El avance del proyecto legislativo que regula la tenencia de razas potencialmente peligrosas incorpora pautas hoy dispersas: bozal obligatorio, correa corta y adiestradores registrados. Pero su impacto dependerá de la capacidad de fiscalizar y educar. Experiencias de Córdoba, Rosario y Mar del Plata consultadas para este trabajo coinciden en que los registros formales funcionan solo cuando se combinan con campañas barriales sostenidas y programas de formación temprana para dueños primerizos.
La médica pediatra del Hospital de Niños, que atendió a la nena atacada, subrayó que los episodios graves suelen estar asociados a contextos previsibles: animales sin socialización, espacios reducidos, falta de advertencias y juego brusco sin supervisión. En el caso de Los Hornos, la niña fue asistida de inmediato y su evolución fue favorable, pero los profesionales remarcan que no todos los episodios tienen la misma resolución y que las lesiones faciales pueden dejar secuelas duraderas.
Santa Fe convive con un fenómeno que no crece en volumen, pero sí en complejidad. La discusión ya no pasa por si tal o cual raza es más peligrosa, sino por la capacidad de sostener políticas que combinen control, educación y criterios claros de convivencia. Mientras el proyecto legislativo avanza, la ciudad enfrenta un desafío inmediato: convertir la estabilidad de las estadísticas en una reducción real del riesgo para niños, adultos y animales.


