Un ladrón muerto y un comerciante herido: otro tiro al corazón del relato oficial sobre “la Rosario más segura”

Ni drones, ni patrullajes reforzados, ni la retórica de los partes oficiales alcanzaron para evitar la escena que volvió a sacudir ayer al sudoeste rosarino. Poco después de las 18:30, una pareja armada irrumpió en un local de indumentaria; el dueño intentó resistir, un gendarme de civil desenfundó para frenar el asalto y, en la huida, el ladrón se disparó en la ingle con su propia pistola. Murió antes de llegar al hospital. Su cómplice escapó. El comerciante resultó herido, aunque está fuera de peligro.

La fiscal Georgina Pairola fue tajante: ningún proyectil del gendarme impactó en el asaltante. Las pericias balísticas demostraron que los dos tiros —el que hirió al comerciante y el que terminó con la vida del delincuente— salieron del arma Bersa Thunder calibre 9 mm que empuñaba el ladrón. Una postal absurda y trágica que confirma hasta qué punto la violencia cotidiana en Rosario ya no distingue horarios, barrios ni protagonistas.

El contraste con el discurso oficial

El episodio llega apenas siete meses después de que el gobernador Maximiliano Pullaro presentara con bombos y platillos los resultados del Plan Bandera: “Bajamos 70 % la violencia y tenemos el número más bajo de homicidios en 17 años”, aseguró entonces, rodeado de fuerzas federales y flanqueado por la ministra Patricia Bullrich.

Sin embargo, los primeros días de 2025 encendieron las alarmas. Solo en la primera semana del año Rosario registró cuatro homicidios, un promedio de uno cada 36 horas, en pleno despliegue del mismo operativo que la Provincia exhibe como modelo.

A los asesinatos se suma ahora un intento de robo que terminó con un muerto, un herido y una prófuga. Pese a que la cifra de homicidios cayó respecto de los picos de 2022, la percepción de inseguridad continúa alta: asaltos relámpago, balaceras y extorsiones conviven con los partes de prensa que hablan de “históricos descensos”.

De la estadística a la vereda

Vecinos y comerciantes de la zona describen un patrón que se repite: “A partir de las seis de la tarde, las persianas bajan y las calles quedan libradas a su suerte. Los patrulleros pasan, pero los robos siguen”. El caso expone otra cara del problema: la seguridad depende, cada vez más, del azar —en este caso, la presencia de un gendarme fuera de servicio— y menos de una estrategia preventiva que cubra el mapa completo de la ciudad.

Especialistas señalan que el Plan Bandera privilegia la ocupación militar del territorio y la estadística de homicidios, pero deja al margen la prevención de delitos “comunes” que golpean la rutina diaria: arrebatos, entraderas, robos a comercios. “Si el vecino siente que el delito lo sigue esperando en la esquina, los porcentajes oficiales valen poco”, resume un investigador del Observatorio Social del Conurbano.

El espejo roto de las promesas

La paradoja es evidente: aun con el despliegue represivo más grande de la última década, Rosario sigue encadenando episodios que revelan falta de presencia policial efectiva, inteligencia criminal precaria y ausencia de políticas sociales que disputen territorio a las bandas. El resultado es una sensación de sálvese‑quien‑pueda que obliga a los ciudadanos a confiar en la buena puntería —o, como anoche, en la mala— de un ladrón desesperado.

La muerte accidental del asaltante no es un triunfo de la estrategia oficial; es, por el contrario, un recordatorio de que la violencia persiste a pesar de las narrativas triunfalistas. Mientras el gobierno celebra estadísticas, la calle ofrece su propia contabilidad: balas, miedo y vidas hipotecadas.

Epílogo: lo que queda en el aire

La Provincia promete una “segunda etapa” del Plan Bandera con más cámaras, más cárceles y más controles. Pero la pregunta es si bastará con sumar hardware y uniformes sin un viraje profundo hacia la prevención, la justicia eficiente y la reconstrucción del tejido barrial. El tiroteo de anoche late como un síntoma: cuando la realidad contradice al relato, el discurso se desinfla con el mismo estruendo con el que se celebra. Rosario lo acaba de escuchar de nuevo, a quemarropa.

 

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